19 mar 2012

De nuevo, otra vez.

Corría, corría y corría. Escapando de aquel destino que la perseguía desde hacía algún tiempo. El viento silbaba en sus oídos. La lluvia resbalaba por su cuerpo. No podía parar. Tenía que seguir, continuar hasta dejar atrás aquel dolor.

Tropezó. Una dura piedra en el camino la hizo caer. Una piedra que la distrajo, que la hizo imaginar y soñar. Una piedra que terminó por golpearla en lo más profundo de su corazón. Una piedra que la decepcionó y la desilusionó.

Se levantó. Se limpió el barro de la cara y prosiguió con su camino. Su huida de la desesperanza y su búsqueda de la felicidad. Retomaba la lucha por aquello que anhelaba con todas sus fuerzas. El amor.

Y volvió a correr. A buscar. A esquivar obstáculos y evitar peligros. Hasta que vio aquella flor. Aquella rosa brillante de ese oscuro jardín que la tenía atrapada. La rosa la atraía con fuerza, con mucha fuerza, demasiada. Ella se dejó llevar y no pudo contenerse. Acercó la mano para coger la rosa y las espinas se hundieron en su piel, y en su alma. Se desangraba de nuevo. Caía. Desfallecía. Se desvanecía.

¿Podría volver a levantarse? ¿Se recuperaría? ¿Recobraría la ilusión? ¿Volvería a tener esperanza?

Por el momento se escondería de todo. Se ocultaría en lo más profundo de su ser. Se encerraría en sí misma y levantaría de nuevo aquella gruesa armadura.

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